jueves, 24 de noviembre de 2011

Las cosas del correr (y del leer)

A las cosas del correr les pasa como a las del leer, que son hábitos innatos adquiridos de pequeño que en un momento dado se pierden, llegando incluso a abominar de incluso de quienes lo practican. Con gran ligereza pensamos que son cosas de la edad, y que es lógico que se pierdan precisamente por crecer y madurar. Personalmente pienso que no es así, que lo que falla es la forma en que se nos ofrecen, o demasiado poco o en exceso de la misma forma que podemos enfermar después de vivir en una burbuja o desarrollar una alegia por una exposición intensa y prolongada a un patógeno. Afortunadamente, en muchos casos no desaparecen, sino que permanecen latentes, a la espera de un estímulo que los haga resurgir.

A cualquier niño le encanta que le cuenten historias e inventárselas. Para ellos todo es posible en un mundo de magia, donde realidad y ficción se dan la mano a nada que uno se lo proponga. Un cuento, con ilustraciones, fotos o desplegables es fascinante para ellos, y garantía de éxito si uno sabe o quiere llamar su atención. Al apagarse la luz antes de dormirse (aunque suponga un gran esfuerzo entre pises, aguas, coches/muñecos y remoloneos varios) y se les cuenta un cuento, la cara se les ilumina como sólo a un niño puede pasarle, imaginando que ellos son los protagonistas de ese gol inverosímil que le da el ascenso al Córdoba frente a un Barsa que se hunde en Segunda, o que le cambian la rueda justo a tiempo a Rayo MacQueen para ganar la Copa Pistón o que sólo ellos son capaces junto a los Gormitis de evitar que la Piedra Sulfúrea caiga en poder de un Obscurio alineado en el Eje del Mal con Chick Hicks y Gran Reactor.

Pero, en un momento dado, a la tierna edad de doce años, se les enchufa el Quijote. A pelo. Sin anestesia. A ser posible en versión original sin subtítulos, la del Siglo de Oro. Y claro, ya tenemos el shock anafiláctico prácticamente garantizado. En lugar de estimularle a la lectura desde pequeñitos, sin previo aviso, 600 páginas de la primera parte y 500 más de lo que cinco siglos después, en otro continente y en otra industria denominaron “secuela”.

Lo mismo ocurre con los juegos, que todos se hacen corriendo. Se juegue a pillar, al escondite, al fútbol, a policía y ladrón… no hay juego de niños que no se pueda hacer corriendo. También se juega en bici: un descenso a “dieciocho con seis” en la “velocidad 26” sólo está al alcance de los elegidos; el helado que nos comemos después de la cuesta terrorífica de acceso al JC1 viene a tener los mismos efectos que las espinacas de Popeye. En bici se puede ir a México si uno quiere por un camino secreto, a Villarreal o a recoger una tarta para el cumpleaños de Pelayo, según el día. Porque es divertido, porque les divierte. Para qué ir andando si corriendo se llega antes.

Cualquier cosa que les mandes la hacen corriendo (bueno, si te escuchan y te hacen caso).

Correr por el campo, con olores de los que de mayores nos enteramos que se llaman romero, adelfas, pino, jara, miel, arena mojada, fuego de leña de encina, panceta, migas es uno de los juegos más divertidos de un niño, y proporciona unos recuerdos que nunca llegan a borrarse. Meterse en la bañera y que el agua salga negra de toda la tizne que llevábamos era una muesca más en nuestro revólver y señal de lo bien que lo habíamos pasado.

Llega un momento, sin embargo, en que deja de ser divertido. Probablemente cuando te obligan a darle tres vueltas al campo, sin parar. Sin que quepa lugar para el juego. Con el tiempo como única medida. Sobresaliente, notable, bien, suficiente, insuficiente. Martes y jueves de tres y media a cuatro y media. Recuerdo horribles clases de “gimnasia” en EGB que eran cualquier cosa menos motivadoras. Alineados, “a cubrirse, ¡¡ya!”, brazos extendidos al frente, al lateral, sentadillas como si fuésemos a poner un huevo. AL final, por lo aburrido, terminabas por mostrarte indiferente primero y odiar esa clase después. Mientras tanto, Don Francisco echaba un cigarrito con Don Máximo o metiéndose un lingotazo de aguardiente como el que tenía de sexto a octavo.

¿Que a qué viene todo esto en el blog? Precisamente por el planteamiento vitalista del mismo. Corro porque me gusta, porque disfruto corriendo. Porque disfruto cómo pasa el tiempo cuando corro y no espero sentado a que éste pase y llegue el fin de semana. Porque, aunque hagamos el mismo tiempo (en términos cronométricos), en el parque ningún día es igual a otro: siempre hace más o menos viento, más o menos frío, llueve o no llueve, hay más o menos hojas en un suelo más o menos mojado, el cielo es más azul o menos, es de día o de noche, amanece o atardece, nieva o hace un calor tremendo. Porque, aunque hagas los mismos kilómetros, en la cinta pasa una goma mientras ves Bob Esponja en el monitor mientras en el parque pasa la vida, en el Muro rompen las olas o en Las Cuevas puedes correr al lado de unas ruinas de un acueducto califal que seguramente tenga sillares romanos y que abastecía a Medina Azahara, media hora más abajo. Porque disfrutando como un niño se vive mejor de adulto. Porque disfrutando del aire en la cara en bici tus hijos se lo pasan mejor viendo cómo te lo pasas con ellos.

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